Llueve, llueve, llueve sobre mi cabeza triste,
la vaga sombra del fracaso rondando,
con el alma partida, rota y cosida,
creo que la última vez perdí unos cuantos pedazos,
qué descuido, un poco menos de humanidad, una lástima;
camina, no, se arrastra, el cadáver empapado,
de lo que una vez fueron mis principios firmes,
ahora tan vulnerados, violados impunemente:
“¡Señora Amargura, me alegro de verla de vuelta!”
“La cruel incomprensión te hace sabio, hijo
¿Has aprendido a ser indiferente?”
“Sigo siendo humano aunque nadie se de cuenta.”
“Una lástima.”
Llueve y llueve y llueve sin tregua,
Ahogando mi impronta, el reflejo
de mi sombra en un cristal de hielo.
Alzando los ojos la claridad, con la que la oscuridad,
Impenetrable, se percibe, me ciega, me anula.
Me encierro en mi prisión etérea,
donde una trémula luz me consuela.
veloz acude el maestro de los hombres:
“Llora, pequeño, llora, pero luego levanta.”
Tras burlar a los centinelas áureos de mi encierro,
me tiende la mano el señor Odio,
le pregunto por la amable señora Amargura
y me responde que la ha llamado de vuelta.
Oculta la luz y su sombra me acoge y mece,
me levanta con suavidad, el gran Maestro:
“Quisiera enseñarte a odiar.”
“Señor, yo ya odio.”
“Si odiases no llorarías en tu etérea prisión.”
“Señor, yo lloro porque no quiero odiar”
“No eres humano, hombre-fiera.”
“Por eso lloro.”